Frente al espejo, en la calma de mi habitación, veo a alguien que reconozco, una versión de mí misma que no siempre aparece. Observo los contornos de mi rostro, la curva de mi nariz, y pienso en mi bisabuela. Es su legado, un fragmento de historia que llevo conmigo, algo que por momentos parece llenar mi pecho de orgullo. Mi cabello ahora cobrizo enmarca mi cara, y en ese instante fugaz, pienso que soy bonita. Tal vez no perfecta, pero suficiente.
Sin embargo, cuando salgo a la ciudad, algo cambia. Las ventanas de los autos, las vitrinas de las tiendas y los reflejos de los edificios me devuelven una versión de mí que no puedo aceptar. Allí está esa figura que juzgo con dureza: la forma de mis brazos, el abultamiento de mi estómago, la redondez de mis muslos. En esos momentos siento que mi cuerpo se convierte en una barrera, una distorsión que no se parece a lo que quiero ser, a lo que espero que otros vean.
Recuerdo las fotos con mis amigas, la forma en que parecen pertenecer a un mundo donde todo es bello, ligero, compartible. Mientras que yo tengo que editar, retocar, moldear digitalmente la imagen que muestro. ¿Cuántas capas de filtros se necesitan para convertirme en algo aceptable? Tal vez es por eso que solo unas pocas personas pueden reconocer realmente mi rostro, mi verdadero yo. Y aun así, a veces deseo que ni siquiera ellas me vean.
"¿Qué piensas de los filtros?" me preguntaron una vez. No supe qué decir. ¿Que me hacen sentir segura? ¿Que me permiten existir en un espacio donde puedo ser algo cercano a lo que quiero ser? Pero no son reales, y en el fondo lo sé. Esa versión filtrada de mí misma es una creación, un espejismo. Y al escuchar sus palabras —"la de esa foto no es mi amiga, yo la conozco"—, sentí cómo se desmoronaba ese frágil equilibrio entre lo que muestro y lo que soy.
"Cuando te arreglas eres bonita", me dijeron, como si la belleza fuera un atuendo que puedo ponerme o quitarme. Pero, ¿qué pasa cuando no siento lo mismo? ¿Qué pasa cuando la imagen que veo en el espejo no coincide con la que llevo en mi mente, en mi corazón?
Pienso en mi rostro, en las facciones que llevo día a día, y a veces siento que no me pertenecen. Mi rostro es la creación de dos personas que nunca llegaron a amarse, un legado de una historia que no fue de amor. ¿Cómo se supone que debo encontrar belleza en algo que nació de la desconexión? Me miro al espejo y me pregunto si esa fragmentación está grabada en mí, en mis ojos, en la curva de mi boca.
Y hay días en los que no soporto el peso de esa desconexión. Días en los que desearía desaparecer como la espuma en el mar, dejando tras de mí solo el eco de lo que fui. Imagino explotar, como una estrella que alcanza su etapa final, ardiendo desde adentro, consumiendo todo lo que soy. Y quizás, solo después de ese colapso, pueda surgir algo nuevo, una versión de mí que contenga la belleza que en los días buenos alcanzo a ver, aunque sea fugaz, en el reflejo.
Ahora, miro ese reflejo y veo que mi desagrado por lo que soy se ha vuelto real, tangible, una llama que arde con la fuerza de una verdad ineludible. Así que destruiré mi ser hasta moldear cada parte, como el fuego forja al metal, como las olas erosionan la roca hasta revelar nuevas formas. Porque en ese acto de destrucción, tal vez, encuentre la semilla de lo que puedo llegar a ser, de la belleza que solo a veces vislumbro, y que quizás aún me pertenece.
Pienso en mi nombre, en la persona que lo lleva. ¿A quién pertenece este nombre? ¿A la chica del espejo que a veces se siente suficiente, o a la sombra que evita su propio reflejo en las ventanas de la ciudad? Quizá la respuesta no sea simple, pero sé que esta lucha, este camino hacia la reconciliación conmigo misma, es una historia que aún estoy escribiendo. Y aunque a veces duele, quiero creer que al final encontraré algo verdadero, algo que sea mío.