Hay una batalla que se libra en el alma de quien ama sin ser correspondido. No es un combate de valentía ni de sacrificio, porque en el amor, el esfuerzo por sí solo nunca es garantía de reciprocidad. Puedes darlo todo, entregar cada día, cada pensamiento, cada gesto, pero si no eres quien la otra persona quiere, entonces no hay más que hacer. No hay llave secreta que abra ese corazón, ni promesa que incline su voluntad.
El tiempo no negocia, no recompensa la espera con la certeza del amor deseado. Puedes contar los días, los meses, las horas invertidas, pero el corazón ajeno no entiende de méritos ni de perseverancia. Y es en ese punto donde el mayor acto de amor que uno puede darse a sí mismo es la compasión. La compasión de soltar, de aceptar que no se trata de rendirse, sino de volver a uno mismo.
Regresar, no como quien se repliega derrotado, sino como quien se redescubre. Porque antes de amar con tanta intensidad, hubo una versión de ti que existía sin la desesperanza de la ausencia. Esa persona sigue ahí, solo que ahora lleva consigo la madurez de los años y la comprensión de que el amor no se mendiga.
Alejarse de lo que se ama, de lo que se ha luchado por conservar, no es un acto de cobardía; es un gesto de respeto propio. Porque si el amor exige tu sufrimiento constante, si la lucha se convierte en un castigo, entonces no es amor lo que mereces. No es amor lo que debes seguir sosteniendo.
Y por más lágrimas que caigan de mis ojos, él jamás podrá darme la respuesta que quiero. No es egoísta pedir respuestas, no es injusto querer entender. Pero ¿cómo entender lo que jamás tuvo sentido? ¿Cómo encontrar lógica en querer a alguien que nunca me dio nada? No hubo palabras dulces, no hubo tiempo compartido, no hubo momentos que atesorar. No fue la distancia la culpable, porque siempre hubo maneras, siempre hubo formas, pero él simplemente no quiso dar.
No podía, ¿o no quería?
¿Por qué tenía que rogar? ¿Por qué siempre tenía que pedir? ¿Por qué siempre fui yo quien debía comprender, quien debía poner sus sentimientos primero? ¿Qué hay de los míos?
Y ahora, ¿no te importa nada? ¿Te da igual todo? ¿Por qué no quieres que me quede? ¿Por qué no buscas siquiera una chispa? ¿Significa que jamás sentiste nada? Ni siquiera el eco de una chispa... ni siquiera eso.
A veces pienso en las luciérnagas, en su brillo que corta la oscuridad como un susurro de luz flotando en el aire. Nunca he visto una, pero siempre he deseado hacerlo. Imagino su destello danzando en la noche, tan delicado, tan fugaz, tan imposible de atrapar. Como si su luminiscencia contuviera el secreto de algo más grande, algo que no se puede tocar, solo contemplar desde la distancia.
Tal vez el amor que nunca me fue dado es como el resplandor de una luciérnaga que nunca llegó a mi cielo. Una luz que existe en algún lugar, pero no para mí. Y si nunca pude verlas brillar, quizá tampoco era mi destino recibir la luz de su cariño.